
Resulta que el gobierno decide encubrir el impulso de una ley muy sensible socialmente con el rápido disfraz de un proyecto de ley. Resulta que el Parlamento aprueba la propuesta por un estrecho margen, sabiendo que su constitucionalidad, si se confirma, está a un paso de distancia. Resulta que, como era de esperar, la decisión del árbitro sobre dicha constitucionalidad es criticada por la mitad de la población, lo que es recibido con dureza y poca tolerancia por parte del líder de la oposición. Y resulta que en la última entrega de la serie de desgracias catastróficas, este árbitro había tomado su decisión sin pensarlo mucho y con un ruido interno no disimulado.
Pero empecemos por el principio. La redacción no consensuada de una ley tan importante como controvertida su constitucionalidad implica una gran deslealtad institucional. Un buen gobierno con el Estado al mando sólo debería dar ciertos pasos audaces sobre la base firme de un amplio acuerdo transversal como regla implícita para la viabilidad del sistema, incluso si esto no está prescrito por la Constitución sino por una cultura constitucional elemental. Por el contrario, la iniciativa ejecutiva escapó del curso natural del proyecto de ley y fue tramitada con carácter de emergencia incluso cinco años después del fallo de la Corte Suprema.
Entonces pasó lo que tenía que pasar. Que un partido tan emocionalmente competitivo, en el que el árbitro utilizó reglas muy vagas (recordemos las manos dentro del área penal), destrozaría a un árbitro que ya había sido cuestionado por los medios. Ya lo habíamos visto con la decisión estatutaria: el legislativo aprueba apresuradamente una ley clave, lo hace al borde de la constitucionalidad y en la frontera más permeable, y deja al Tribunal Constitucional a merced de una amplia clase de la sociedad que está decepcionada por su decisión.
Por lo tanto, la decisión del Tribunal Constitucional estaba genéticamente destinada a ser controvertida, independientemente de su importancia. Y así fue, por mucho que abrazara la solución sensata, entendiendo que no podía considerar equivocadas las intenciones de una mayoría cualificada de quienes nos representan. Recuerde que el Tribunal Constitucional es un órgano de legitimidad derivada cuyos miembros no son elegidos por nosotros sino por aquellos que elegimos. Cuando más de la mitad de los diputados, pertenecientes también a distintos grupos políticos, dicen que la amnistía es necesaria para la convivencia en Cataluña y el resto de España y que merece la pena el gran sacrificio que supone por la igualdad, y además explican sus razones con inusitado celo y detalle en el preámbulo de la norma, resulta muy delicado que diez intérpretes del fluido texto constitucional cuestionen esta valoración.
Lo que llama especialmente la atención es que esta moderación por parte del Tribunal Constitucional, al igual que hacia el legislador democrático, es criticada principalmente por quienes deseaban tal prudencia hacia el Tribunal Supremo en la sentencia ERE. Y es que los catilinarianos, que tal vez merecieron que los diputados aprobaran la amnistía, recurren constantemente a un tribunal que sólo decide si se han respetado las reglas básicas del juego. Hay que recordar que la decisión sobre la ley de amnistía simplemente dice que es una ley posible -léase «sólo» en mayúsculas- y no dice nada acerca de que sea una buena ley. Nuestros representantes pueden aprobar regulaciones que nos parecen terribles sin requerir más sanción que las urnas. Piense como quiera cuando se trata de impuestos, seguridad laboral, seguridad ciudadana o prisiones permanentes y verificables. En mi opinión, la ley de amnistía parece bastante terrible debido a su trato profundamente desigual a los ciudadanos y la falta de protección penal que representa para el erario público, y una Constitución que ya estaba bastante desnuda después de la desaparición de la sedición del Código Penal. Pero ahora sólo nos ocupamos de la posibilidad de la ley, no de su calidad, porque es una sentencia del Tribunal Constitucional.
El hecho de que la crítica a la sentencia sea legítima, y estoy dispuesto a expresarla en las siguientes líneas, no significa que no sea imprudente y desleal cuando se ejecuta con la mayor severidad por parte de representantes institucionales y añade combustible peligroso al árbol que cae. Y no un árbol cualquiera, sino un pilar de soporte. Cuánto añoramos la frase “No comento la frase, me atengo a ella”.
Y el hecho de que la decisión del Tribunal Constitucional sea en última instancia razonable no significa que el cómo de la decisión lo sea. Cómo no pensó (como explicó claramente en este diario su expresidente Pedro Cruz Villalón) y cómo y en qué sentido se dividió el voto. No se trataba de una cuestión como la constitucionalidad de la despenalización del aborto o de la eutanasia, lo que se entiende como una determinada orientación del voto, porque en definitiva es lógico que la elección de los jueces tenga en cuenta no sólo su sabiduría jurídica, sino también su legítima idea de justicia constitucional. Sin embargo, si se piensa detenidamente, esta difícil cuestión sobre el alcance constitucional de la amnistía y de esta amnistía -y sobre la negativa de los jueces a procesarlos- tuvo un fuerte componente técnico que, desde la independencia del Tribunal Constitucional, ha dificultado comprender la correspondencia precisa de los jueces constitucionales con los intereses evidentes de los partidos políticos que llevaron a su nombramiento.
Según la célebre declaración de Francisco Tomás y Valiente, el revés que hoy sufre la vida y reputación del Tribunal Constitucional se debe a lo que se le está haciendo, pero también en gran medida a lo que se está haciendo. Es malo que el órgano llamado a defender interpretativamente el consenso constitucional no se ponga de acuerdo en nada, pero lo peor es que al parecer, según los jueces disidentes, unos otros tropiezan y otros no se lavan los trapos sucios en casa y hacen caso omiso al sabio consejo de que, como ocurre con las salchichas, es mejor no saber cómo se forman las sentencias. Busquen algunas de las muchas joyas aburridas en las opiniones disidentes sobre el fallo (“profundamente viciado e impredecible”, “cataclismo legal”, “maquiavelismo torpe”, “ha elegido desviarse de la verdad”), que culminan en la paradójica atribución interna de la violación de un derecho fundamental (a la tutela jurídica efectiva) por parte de su máximo garante. Es una vergüenza este espectáculo de confrontación de jueces divididos, aliados y opuestos entre sí. No nos sirven de esa manera. Parece que aquí nadie está a la altura.
