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    Portada » Recuerdos del hambre | Opinión
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    Recuerdos del hambre | Opinión

    Heberto Corrales DomínquezBy Heberto Corrales Domínquezoctubre 11, 2025No hay comentarios7 Mins Read
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    Ahora, a medida que el hambre de posguerra se desvanece de la memoria, los historiadores están proyectando sus investigaciones en ella. Una vez que las voces se han calmado, los archivos en los que se disecciona el horror en la prosa de los informes administrativos permanecen en los archivos enterrados, donde, sin embargo, es posible rastrear su infame rastro. Los niños, conociendo la agonía del hambre, nunca la olvidaron, pero en muchos casos prefirieron permanecer en silencio por la tensión de la amnesia, que puede ser un método de supervivencia, y tal vez para no transmitir una maldición a sus hijos. Sufrieron hambre cuando eran niños, y en sus últimos años muchos de ellos estuvieron expuestos a la desgracia colectiva adicional del coronavirus, que finalmente borró sus memorias ya debilitadas y los dejó morir solos en las camas de un asilo de ancianos. Algunos se mantienen enérgicos y claros, no sin la fuerza que les permitió superar las peores desgracias de la historia de España. Pero dentro de muy poco tiempo todos habrán desaparecido y sólo los historiadores se ocuparán de sus huellas, especialmente aquellos que se ocupan de la frágil materia de la vida cotidiana, porque sus documentos son extremadamente precarios, similares a muestras de una cultura antigua que desaparecen por su bajísima durabilidad: tejidos, objetos que no son de piedra, cerámica o metal; y más aún, lo que es completamente intangible, la atmósfera particular de una época, los sonidos y olores específicos, lo que era omnipresente y muy pronto dejó de existir. Por eso, el sentimiento pleno de una época pasada sólo puede captarse gracias a una coincidencia o a un objeto o documento a la vez banal y banal: un anuncio de radio o televisión, una entrada de cine, un chiste rancio, una canción del verano de 1970.

    Hay historiadores lo suficientemente sensibles como para apreciar el valor arqueológico de este tipo de hallazgos. En su gran estudio sobre los años de hambruna La hambruna española Miguel Ángel del Arco Blanco ha explorado todo tipo de fuentes documentales en hemerotecas y archivos, pero llama mucho la atención que también tuvo tiempo de entrevistar a algunas personas mayores con muy buena memoria y tiene muy buen oído para los testimonios más reveladores sobre la tonalidad vivida de los años negros que estudia: canciones, poemas, rimas callejeras, cartas, chistes franquistas. Los datos que recoge sobre las peores fases de la hambruna entre el final de la guerra y 1946 son espantosos, desde muertes por pura inanición hasta muertes por enfermedades mucho peores por la inanición -tifus, pelagra, tuberculosis-, pero la verdadera desolación de aquellos años puede estar contenida en una carta escrita por Miguel Hernández en prisión, hambriento y moribundo, o en una canción de humor macabro, con Música triunfante del himno estadounidense que escuché cuando era niño, con letras ligeramente diferentes a las incluidas en el arco: «Somos los enfermos de tuberculosis / los que más tenemos, los que más nos divertimos. / Cuando vamos al campo / derramamos sangre, derramamos sangre y escupimos…»

    Quizás leo con más devoción La hambruna española porque encuentro en él muchos ecos de mis recuerdos personales. En muchos sentidos, las personas de mi generación ocupan un lugar intermedio en el tiempo: nacimos a mediados de la década de 1950, conocimos la escasez pero no el hambre y, sin embargo, crecimos rodeados de las historias de aquellos que mantuvieron muy fresca su experiencia traumática. Escuchábamos a la generación de nuestros abuelos que habían participado en la guerra y a la generación de nuestros padres que habían estado allí de niños y lo recordábamos muy bien, aunque el drama central de sus vidas, que determinó su creación, fue el hambre que vivieron o vieron de cerca en los peores años, esa hambruna española que define estrictamente del Arco Blanco: “El hambre en nuestro país no fue un accidente, algo que fue causado por la Guerra Civil, factores internacionales o la falta de lluvias: era él”. una hambruna y fue motivada principalmente por decisiones humanas. Ocurrió entre 1939 y 1942 y en 1946 y, sin ignorar las consecuencias de la guerra, se debió principalmente a las desastrosas medidas económicas del régimen franquista: la política de autarquía.

    En Úbeda, en mi familia, entre la población rural, el año recordado con horror fue 1945. Fue “el año del hambre”, como tiempo después, a principios de los años sesenta, hubo otro llamado “el año de la gran cosecha”, porque ese año se recogieron en la comarca más aceitunas que nunca. Del Arco subraya que el hambre afectó especialmente a los vencidos, a los más pobres, a los trabajadores que ya no tenían sindicatos que los defendieran y a los que fueron excluidos de sus empleos o profesiones por venganzas políticas. Mi abuelo materno, encarcelado en un campo de concentración al final de la guerra, hablaba de los montones de migas de pan negras tiradas al suelo y de los prisioneros hambrientos que se agolpaban a su alrededor para coger algunas. Recordaban a personas comiendo hierbas del campo y retorciéndose en el suelo con el vientre hinchado muriendo, y a hombres caminando lentamente por el camino y de repente colapsando y sucumbiendo al hambre. Cuando mi padre tenía 14 o 15 años, se pasaba un día entero cavando la tierra sin nada para comer excepto pan duro del mercado negro, que era más caro que su salario diario. Nos enseñaron a comer sin rechazar nada ni apresurarnos a nada. Mordisqueaban las lonchas de pollo o conejo del arroz del domingo hasta chupar hasta el último trozo de carne que quedaba adherido al hueso. Medio en broma decían un dicho: “Desde que hay patatas, no hay hombres”. Esto significaba que la abundancia relativamente grande de alimentos en los últimos años había ablandado a la gente y a nosotros, los jóvenes, nos molestaban sus cánticos de desaprobación. Habían vivido de algarrobos, bellotas y castañas. Para ella, el pan blanco con la superficie crujiente que había en la mesa siempre tuvo algo de milagro eucarístico.

    Para evitar la vigilancia de la Guardia Civil, que perseguía a los pobres contrabandistas, y no a los acaparadores y corruptos del régimen que hacían oro con el comercio del hambre, mi abuelo viajó en mula por las noches por caminos apartados y se dirigió a Guadahortuna, un pueblo en la frontera entre Jaén y Granada, donde alguien le proporcionó patatas y pan fresco, que luego mi abuela revendía. en secreto en su casa. Viajó por las montañas toda la noche para regresar antes del amanecer. Un día llamaron a la puerta y mi abuela vio por la rendija la silueta de un guardia con capa y sombrero tricornio. Era una mujer corpulenta y enérgica, pero dijo que estaba temblando cuando abrió la puerta. «No señor, yo no vendo pan ni patatas. Lo que tengo es para que coman mis hijos». El guardia se inclinó sobre ella, y en sus ojos y en su voz no había una amenaza, sino una súplica: «Señora, lo que quiera, no vengo a arrestarla. Vengo porque puede venderme pan, porque yo también tengo hijos y ellos tienen hambre».

    Era pecado tirar un poco de pan. Si el pan caía al suelo había que besarlo mientras lo recogía. Pasó el tiempo y la vida mejoró incluso en nuestra Andalucía interior, y los niños y jóvenes, para escándalo de nuestros mayores, ya no quisieron trabajar con el mismo desinterés gracias al que habían sobrevivido y sacado adelante. Hubo comidas que no nos gustaron, piezas que no nos apresuramos, platos que dejamos a medias, con la misma prisa con la que dejamos una tarea inconclusa en el campo, irrespetuosos con todo lo que nos habían enseñado. Luego dijeron, los más parcializados: “Lo que necesitarías es un 45”. Después de escuchar tanto esas voces a las que ya no les prestamos atención, ahora parece que tenemos recuerdos de antes de nuestras propias vidas.

    del Hambre Opinion recuerdos
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    Heberto Corrales Domínquez

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