Desgraciadamente, le debo mucho a Francisco Rico, más que a sus lectores y alumnos y a sus colegas, a veces envidiosos. Porque no soy sólo yo quien, como ellos, le debo conocimientos y conocimientos sobre el mundo. Quijote y eso lazarillo, sobre Petrarca y Nebrija, además de algunos excelentes poemas semicultos. A él le debo un personaje, o quizás varios, y algunas de las páginas más divertidas y exitosas que he escrito, dicen muchos y por supuesto él mismo. No tuvo miedo de confesarme que si escribiera una novela la publicaría, hojeándola. en busca de su personaje. Cuando salga, lee sus publicaciones y deja el resto en la mesa de noche. morir sinusal. Si no sale, creo que el destino inmediato de mis libros será el estante polvoriento. No lo culpo, nadie tiene por qué leer lo que cubro, y menos Francisco Rico, quien tiene poco interés en lo que sucede después de 1615. No es para lo temporal, sino para lo fugaz.
Cuando lo presenté por primera vez en una novela en 1989, lo llamé Profesor Del Diestro. El segundo, el profesor Villalobos. Y aquí vino su protesta. Por eso, aunque ya conté esta conversación en una novela falsa de hace más de veinte años, casi nadie la recordará, por lo que vale la pena repetirla con variaciones en esta celebración. Exigió sin rodeos que si lo usaba de nuevo tenía que usarlo bajo su propio nombre. En 1998, todavía era nuevo y casi inaudito que una obra de ficción presentara personas reales (ahora es algo común), así que respondí:
-Esto no es posible. Si estamos en una ficción no puedes aparecer con tu nombre real, como Francisco Rico. Rompería convenciones y pactos.
-¿Por qué no? Que tontería. ¿No te refieres al Museo del Prado o al Monasterio de Descalzas en una obra de ficción? No inventarían el Museo del Palo ni el Monasterio de las Descamisadas.
– Sí, pero son monumentos e instituciones, y no son ni lo uno ni lo otro.
-¿Como no? – Inmediatamente me interrumpió de manera insultada. – Por supuesto que lo soy y del más alto rango. No entiendo por qué Francisco Rico no puede estar presente en una ficción. ¿No llamarías a Cervantes “Cervantes”, a Dante “Dante” y a Maquiavelo “Maquiavelo”?
– Pero eso no los haría hablar y moverse como lo haces tú. Vaya, no lo creo.
– Porque no han sido vistos y no serían creíbles. Pero ya que me tienes frente a ti; Como tienes el modelo a la vista y yo hago la mitad del trabajo por ti, tus futuros lectores (si los hay, cosa que dudo mucho) tienen derecho a identificarme claramente y sin disfraces ni nombres falsos. Lo contrario sería ridículo.
– No creerás que dentro de unas décadas o siglos serás tan conocido como los autores que mencionaste. Te veo muy optimista.
– No importa, no importa. En cualquier caso, soy claramente, casi el creador de un arquetipo. Si en una novela francesa aparece un mulato gordo con bigote, sería grotesco que no fuera Dumas. Si alguien más de origen polaco apareciera en una mujer inglesa, con fuerte acento y barba puntiaguda, sería una idiotez si no fuera Conrad. Etc. Si soy inequívocamente quien soy, ¿qué sentido tiene entonces disfrazarme? Soy y seré reconocible dondequiera que vaya. Es una pena que nadie lo lea a partir de ahora. De hecho, me sorprende que alguien te lea estos días. Más aún, tantas como se cuentan, y en varios países: incomprensible. Debe ser la fuerza de los vivos, la presencia insoportable que nubla los juicios.
Por supuesto que lo hice, y desde entonces Francisco Rico ha sido “Francisco Rico” en tres o cuatro de mis novelas más.
Mi problema es que ya no distingo bien el Rico de carne y hueso que veo de vez en cuando en la academia o seleccionando delicias en las tiendas de la ciudad donde vive del de mis novelas, creo que este último es la primera. Me invade un sentimiento contradictorio: el de tener poder sobre él y dictarle situaciones, frases y gestos, y el de estar a su merced porque el modelo es tan poderoso que me da ideas y me dice qué hacer. cuando escribo lo llamo. Esto es en parte lo que me ha hecho renunciar a su figura últimamente. Para no confesarle que me había «esclavizado» un poco en algunos lugares (es lo que él hubiera querido), le dije así:
– No das nada más de ti. Me has agotado. No estás evolucionando, no eres lo suficientemente cambiante. Se echan de menos ambigüedades, tinieblas, sombras. Y bueno, al final del día, siempre fuiste un personaje secundario, si no episódico. Un “leporello”. – Basado en el asistente de Don Giovanni de Mozart.
—¿Yo episódico? ¿Yo episódico? Que equivocado estas, ni siquiera sabes leer correctamente lo que escribes. Soy quien salva tus novelas, soy la sal y la gracia, soy la esperada, la que las hace crecer un poco, la corriente oscura que las lleva. Y es Leporello quien lleva la partitura, y su canción es la más recordada. Verás, pero sin mi ayuda perecerás por completo.
Lo único que puedo añadir, sin detenerme en esta ocasión ni en este honor, es que tal vez, como suele ocurrir, el profesor Rico tenga razón. Quizás incluso Del Diestro y Villalobos, que aparecieron brevemente pero que los lectores no suelen olvidar, tengan razón. todas las almas Y corazón tan blanco, que por el contrario todavía existen. E incluso si abandono por completo a Rico en mi pobre futuro (nunca se sabe), es una pena que ya le debo demasiado, y eso siempre es un dolor. Le debo, por así decirlo, varios mundos: el de Cervantes, el de lazarillo, el de Petrarca y el de muchos otros que, sin él, no serían los que hoy conocemos, irrenunciables. E incluso algunos mucho más humildes que, durante unos días de emoción frente a mi máquina, creí míos sin ayuda de nadie.
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