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La toma de posesión reforzará la realidad que niegan los perdedores: que el 23 de junio, una mayoría de ciudadanos votó en contra de un gobierno PP-Vox; que se abre una oportunidad para devolver la cuestión catalana a un ámbito político del que nunca debería haber desaparecido; y que la dinámica de agitación impulsada por el PP puede volverse en contra de Feijóo, de lo contrario quiere quedarse atrapada a la sombra de Vox. La manifestación vomitiva de machismo ante la sede del PSOE, con el desfile de maniquíes contra los ministros del gobierno español, enfrenta al PP con la oscura realidad de la extrema derecha que lo persigue.
El presidente Sánchez seguramente tendrá una sesión legislativa sin descanso. Sin embargo, si la derecha continúa avanzando cuesta arriba, le resultará más fácil unir a su mayoría. Sin embargo, es obvio que cada uno necesita mantener su perfil, lo que inevitablemente conducirá a desacuerdos y complicaciones. Después de estos años de confrontación, no será fácil volver a la delicadeza política.
Dos problemas fundamentales moldearán la legislatura. Primero, la dificultad de aceptar lo que debería ser la base de la nueva etapa en las relaciones con Cataluña: que lo ocurrido en 2017 nunca debería haber salido del ámbito político y que ambos partidos son responsables de llevar el conflicto al poder judicial bloqueador para transferir un solución política. Algunos, los partidarios de la independencia, defendieron la negación de fronteras: era absolutamente imposible implementar un paso: la Declaración de Independencia. Otros, el gobierno de Rajoy, por su apatía, voluntaria o no, al negarse a abordar políticamente el problema. Y está la amnistía: reconocer que el problema era y es político. Canalizar esta idea es fundamental para la nueva etapa. Y la resistencia que encontrará en este camino es evidente, como ya lo han demostrado la derecha y una parte del poder judicial, que ya ha superado sus límites saliendo a la calle. El PP tendrá que decidir si sigue ligado a Vox y por tanto está condenado a la minoría o si marca diferencias y se mueve hacia el espacio común y piensa en su futuro.
El segundo problema surge del contexto europeo. Si la radicalización del PP impulsada por Vox fuera un fenómeno puramente español, sería menos preocupante. Los ciudadanos ya han demostrado su capacidad de respuesta. Pero, como todos sabemos, los partidos clásicos de la derecha europea (conservadores, liberales, demócrata-cristianos) se están desdibujando, algunos incluso han desaparecido ante el ascenso de la derecha radicalizada. Emmanuel Macron, que debía refundar la derecha francesa, no logra detener el crecimiento de la extrema derecha de Marine Le Pen. En Alemania la extrema derecha ya está aplastando a la socialdemocracia y en Italia ya está en el poder. Etcétera. Es cierto que hay señales tempranas de que este ciclo se está desacelerando. En España, claro, el 23-J, con el aislamiento de PP y Vox. Y en Polonia con la victoria de Donald Tusk. Pero el autoritarismo posdemocrático sigue prevaleciendo y ganando terreno, y la derecha clásica tiende a moverse en esa dirección. ¿Continuará el PP con esta tendencia?
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