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No había terminado de leerlo, aunque el censor ya podía adivinar cuán oscura era la pieza que estaba leyendo. Se trataba de una historia de amor entre dos mujeres, pero lo que realmente molestó a Emilio Morales de Acevedo -crítico de teatro de marca– era el hedor existencialista que despedían ciertos diálogos. Los otros dos censores que examinaban el texto parecían ajenos al drama lésbico que evocaba. ¿Odiar?aunque coincidieron en que el autor, un tal Rafael Rosillo, tendría que frenar su escepticismo y reescribir la obra si se estrenaba a principios del próximo año, 1950.
Los casos recientes de censura han reavivado un debate sobre el control político y el uso de la cultura que nos retrotrae a tiempos que creíamos terminados. El problema es complejo porque su naturaleza está enraizada en el umbral de nuestra memoria. Tan antigua como el arte y la literatura, la censura es una sombra inevitable de la cultura. Claro o vago, variable según la hora del tiempo y la historia, se jacta de encumbrados apellidos (políticos, religiosos, morales, estéticos…) y anima a sus precursores a difundir alegremente las verdades últimas, como quien reparte caramelos a los niños. Porque nuestros antiguos antepasados ya demostraron la ineficacia de la censura sin el apoyo de la propaganda y una serie de razones que más que nada justifican la estabilidad de sus gobiernos.
Es difícil distinguir una cosa, institución o costumbre tan antigua que ha hecho esencialmente lo mismo a lo largo de los siglos en sociedades que tienen poco que ver entre sí. Para colmo, la censura es fútil y tiene un buen fondo de armario con prendas que marcan tendencia. Cambian las ocasiones, las mentalidades e incluso el sentido de la libertad, por lo que los excesos de la Inquisición difícilmente pueden compararse con la rigidez de la Ilustración. Aunque el ejercicio de la crítica, la política cultural y editorial, e incluso la indolencia o la dictadura del mercado, tengan efectos similares a la censura: uniformidad, complacencia, pobreza intelectual y artística, tristeza, exabruptos, bostezos…
¿Qué sombra estamos proyectando como sociedad en este momento? La respuesta es ambigua, como la censura misma, pero es más fácil mirar el problema desde una perspectiva específica. Es raro que no haya censura en España. Además, este país tiene la dudosa fortuna de haber experimentado recién lo que sucede cuando se atrinchera durante décadas en el seno del Estado y sus leyes, en sus dirigentes y subordinados, y en la vida cotidiana de las mayorías. Han pasado 84 años desde que se reguló por última vez la censura anterior. El decreto del 15 de julio de 1939 pretendía asegurar la educación política y moral de los españoles, sometiendo la literatura, el cine y las composiciones musicales a la «celosa y constante intervención» del estado franquista. Desde el año anterior, la censura se ha guiado por lo dispuesto en la Ley de Prensa Serrano-Suñer, que impuso la postración de los periódicos y el cumplimiento de consignas de inserción obligatoria con el fin de crear una conciencia colectiva inspirada en los valores fascistas. El intento del régimen de acercarse a las potencias aliadas supuso el abandono de un proyecto cultural totalitario, que, sin embargo, no encontró verdadero sustituto franquista. En cambio, la dictadura se contentó con suprimir declaraciones inapropiadas.
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Una censura cambiante y opaca
Lo interesante de la censura anterior que moldeó la cultura hasta 1966 es que no era ni monolítica ni transparente. Los creadores ignoraron sus fundamentos, aprendieron a comprenderlos y se cuidaron de no poner en peligro los intereses del Estado, la jerarquía eclesiástica y el canon moral del nacionalcatolicismo, cemento ideológico de los vencedores. La tarea de los censores no se limitaba a evaluar el contenido de las obras, sino que consistía en juzgar sus cualidades formales. Por eso, y sin vulnerar el conservadurismo estético que propagó la dictadura, Pilar Millán Astray o Adolfo Torrado fueron cómicos nada sospechosos de insatisfacción; prescindible teatralmente hoy- careció del aprecio de los censores, quienes justificaron su lamentable labor con el legítimo fin de elevar el nivel artístico y cultural del país.
Fue precisamente la viveza de las artes escénicas lo que dificultó su relación con la censura, ya que el texto autorizado se representaba una y otra vez, en diferentes contextos y frente a diferentes públicos. Para evitar perturbaciones del orden público, fue necesario crear un amplio grupo de inspectores de espectáculos para vigilar los excesos de los artistas en pueblos y ciudades, ya sea alterando la versión aprobada de la obra o exhibiendo gestos y disfraces ofensivos. La censura de la época adquirió el rostro y la voluntad de cientos de funcionarios y voluntarios, jerarcas, religiosos y ciudadanos sin mancha pública ni privada en sus respectivos archivos. Por convicción, inercia o ignorancia, actuaron de manera no transparente, es decir, según la interpretación subjetiva de lo que no estaba escrito. ¿Cómo se comunicaban los autores con el público ante esta arbitrariedad de criterios? Antonio Buero Vallejo optó por negociar con la censura si eso le permitía conservar el mensaje de su teatro. Por el contrario, Alfonso Sastre se negó a responder a un diálogo que consideró fraudulento, renunciando a la oportunidad de publicarlo.
A principios de la década de 1960, incluso los leales a su líder reconocieron la necesidad de abolir la censura anterior. El próximo milagro económico español encontraría más partidarios comprometidos con una apertura particular. El La Ley de Prensa e Imprenta de 1966 se jactaba de un liberalismo engañoso, porque en la práctica esta sombra seguía acechando en la mente de los creadores y productores, quienes con razón temían que una censura cada vez más vacilante y enojada descendiera sobre el trabajo que pronto sería lanzado. Los aclamados criterios de censura finalmente vieron la luz en 1963, aunque habían cambiado poco con respecto a décadas anteriores. Lo que había cambiado eran las intenciones de quienes se propusieron recuperar el legado liberal de sus antecesores, en busca del pluralismo y de una riqueza de pensamiento sin etiquetas que traspasaba con creces los confines de un sistema político y social intransigente y alérgico al disenso.
El tormento de la censura franquista fue doloroso para sus seguidores. Su ansiedad luchó en vano con un nervio cultural que se esforzaba por emanciparse y alcanzar la mayoría de edad a finales de los 40 años. El signo de los tiempos -el dictador ya había muerto- y la intervención de un poderoso grupo de artistas, escritores y periodistas redujeron la censura a la categoría de peligroso estorbo, luego hazmerreír de quienes ahora se sienten fuertes y confiados. En 1977 pasó a la historia.
Pero volvamos al otoño de 1949. Este autor, Rafael Rosillo, admitió las tachaduras y correcciones que le exigieron los censores. Lo cierto es que su obra, aunque reescrita, seguía hablando de un amor imposible y en términos nada optimistas. Los censores ya no comentaron, para que la actriz Josita Hernán pudiera estrenarse ¿Odiar? en Alicante y Zaragoza, ante el asombro del público y de los críticos de la prensa local, que sabían lo que habían visto: todos, creadores, intelectuales, empresarios, críticos y espectadores, sabían que la censura no era infalible, pero las fallas de este calibre eran extraordinarias. Sin embargo, el hecho no salió a la luz, quizás porque el miedo seguía engrosando el legado de una sociedad debilitada.
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