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¡Qué gran velada en Sónar el viernes! Cuando piensas que el festival al final te vomitará encima -son ya 31 ediciones-, que ya no queda nada por vivir y que la vida te empuja a otras emociones, Sónar te vuelve a acoger en su redil, te da un papel, te lava Estás dentro y eso te expulsa y regresas al País de las Maravillas. El mito del eterno retorno de Mircea Elia se ha transformado en techno, o lo que sea que toquen en el escenario, incluso puedes encontrarte con un baterista, dos tipos bailando en splits como Freddie Mercury, coristas, una diva, vamos, todo.
No es sólo la música. De hecho, ¡qué aire de dolor! No sé lo que ven. “Los meten en un ascensor y te bajas en el primer piso”, dijo un miembro del público en la sala cada vez más grande al lado del concierto en SónarClub. “Me recuerda a la banda sonora de Marco PoloOtro dijo: es malo que un programa fomente la conversación. Una canción con lucecitas y melodía de flauta sugería algo peor: Il guardiano del faro, el de Gran amor, amor libre.. La cosa sonaba tan vulgar que hasta daban ganas de pedirle una cita a la vecina holandesa de al lado (qué cara habría puesto). ¿Pueden los chicos que se visten como los Bee Gees estar tan a la moda? Fue un concierto que debería recordar que Bryan Ferry estuvo en el mismo escenario no hace mucho. “Qué maricón”, declaró con rudeza un tipo corpulento y tatuado, gritando pidiendo más ejercicio. “Merci beaucoup”, dijeron los artistas. “¡Y francés también!”
Por suerte lo compensamos con el divertidísimo y super alegre concierto de Jessi Ware (siempre hay que seguir las recomendaciones de Luis Hidalgo). ¡Qué final tan feliz! Durante mucho tiempo todos los que formamos SonarPub formamos parte de su entrañable y muy divertido grupo. ¡Queremos bailar como esta pareja de bailarinas gimnásticas y fundentes, autoparódicas y brillantes! Se podía ver a mucha gente tratando de imitarla – Jessi nos armó unas coreografías. Espectáculo de terror rockero– lo cual no fue fácil, empacado y con bebidas en mano. Nos bañamos con cerveza y un cóctel de ron y Red Bull. Las gotas flotaban en el aire, mezcladas con sudor y caos. Otra actuación inolvidable en Sónar, parte de otra velada que se convertirá en la gloria de nuestras vidas.
Y de nuevo los largos paseos en busca de escenas de niños buscando los regalos de los Reyes Magos (bueno, los dos barbudos con cara de Hell’s Bikers besándose y apretando pezones en un ataque de pasión, parecían niños pequeños). pasión junto con los coches chocadores). En el otro lado de la ropa están los pantalones largos: han vuelto a expensas de los cortos, será el tiempo o la moda, quién sabe. Y las faldas. Quería decirles a «ellos» que se ven bajitos y que se mueven cuando bailan de una manera que las alas de los ángeles no lo hacen. Pero a veces te quedabas mirando a algunos y cuando te girabas el supuesto usuario resultaba ser un tipo enorme que se parecía a Ben Affleck. argo.
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Ves muchos monos, de ella y de ella, sujetadores visibles (lo mismo). Caminar solo (y mayor) por el Sónar y sus mareas te da perspectiva, como si El nadador por John Cheever: Te conviertes en un buen observador de la vida de otras personas y en un cronista, pero a costa de una melancolía que los martinis de Neddy Merrill/Burt Lancaster no te pueden quitar. Por no hablar de la crepe de limón y canela que comí sola junto a un food truck (¿los food trucks en los festivales de música son rutas gastronómicas?: Eso es una tontería). A veces me cruzaba con personas que conocía (incluso mis hijas, mi sobrino y sus amigos, aunque era obvio que intentaban evitarme y no contestaban mis mensajes). En Sónar es un momento feliz de encontrarse con uno mismo (bueno, depende con quién), como una cruzada de náufragos en las corrientes de la noche.
Conforme pasan las horas, todo adquiere una agradable irrealidad. Sigues siendo tú mismo, en parte pero con matices. Estás lleno de los impulsos de la música como espantapájaros de paja. Una avalancha de sensaciones. Durante el set de Ben Bhömer, la música es como los pasos de un T. Rex en el estómago. En Sónar, la vista está repleta de efectos de otro mundo, pantallas que muestran imágenes, un dron ronroneando como el gato de Cheshire volando sobre tu cabeza, ráfagas que parecen venir de la Puerta Tanhauser más allá de Orión; Destellos, destellos, deslumbramientos (debidos a luces y a ciertos cuerpos). Los oídos ya no son oídos, sino pozos en los que cae el ritmo y el ruido para masajear el cerebelo o lo que tengas en la cabeza. Los olores: Van desde la dulzura del perfume en el cuello hasta el hedor mefítico de la orina y el vómito en los rincones. Desde el sudor maloliente hasta el olor salado de otros cuerpos mezclándose con el aire salado de la húmeda noche barcelonesa.
Otra humedad: hay amor y deseo dispersos de los que te vuelves dolorosamente consciente cuando una pareja se presiona contra ti en la sístole masiva de un concierto. ¡Ay, la soledad del Sónar! Pero aún queda la música y el subidón de la fiesta y ver y descubrir cosas nuevas, porque para eso vinimos, ¿no Luis? Y Luis Hidalgo asiente, la venerable cabeza del crítico sobresale a la luz de la noche como la de Odiseo en la cueva del cíclope. Aquí estamos, allá vamos. Rodeado de ninfas, lestrigones y comedores de loto. Está en una misión. Otros de nosotros no tenemos idea de por qué venimos. Pero el corazón, como el viejo amigo de las colinas de N’gong, te dice que estás donde necesitas estar.
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