
Tenía 86 años, se llamaba Antonio Famoso y nadie lo conocía. Llevaba 15 años muerto, pero el vecindario creía que todavía estaba vivo en alguna parte. Nadie le echó de menos: siguió cobrando su pensión y las facturas domiciliadas se pagaron solas. Los bomberos lo encontraron momificado cuando el vecino de abajo llamó a la compañía de seguros por una fuga. Si fuera ficción, el personaje no podría llevar el apellido Famoso, pero la realidad prefiere lo obvio, no se utilizan metáforas.
El terrible caso de Antonio Famoso demuestra que hay vida después de la muerte: está en los servidores de la Seguridad Social. En ellos se produce una vida futura burocrática en forma de ingresos y gastos automáticos, como el latido de un corazón digital que sólo se interrumpe cuando el vecino de abajo se humedece. Cuando Odiseo fue al Hades, no sabía que los muertos eran números de identificación fiscal de sujetos que eran considerados contribuyentes. No les importaba, y no preocuparse es una forma de perfección administrativa. Antonio Famoso era el ciudadano modelo, siempre al corriente de sus pagos. Ni siquiera votó para no arruinar las encuestas ni aumentar la polarización.
Cualquiera que haya intentado alguna vez cerrar la cuenta bancaria de una persona fallecida sabe lo difícil que es convencer a los empleados de que el titular de la cuenta ha muerto. Los burócratas no creen en la muerte. Lo aceptan porque los dolientes llevamos muchos papeles con nosotros, pero están de acuerdo con nosotros por motivos legales, no por convicciones metafísicas. La burocracia es el único lugar donde la eternidad y el infinito no son conceptos abstractos.
Hemos leído las asombrosas crónicas del suceso y estamos convencidos de que así acabaremos todos. Contamos esta historia no como un ejemplo extremo de soledad en el que la comunidad, el gobierno y el sentido común han fracasado trágicamente, sino como un final lógico en una sociedad de solitarios. Un día nos despedimos del vecino en el ascensor, la puerta se cierra y el vecino nunca nos extraña. Nos decimos que esto no sucedió en las ciudades ni en familias con niños grandes. Esto nos pasa porque vivimos mal. Y a medida que desarrollamos teorías y argumentos contra el individualismo neoliberal, intentamos recordar los nombres de nuestros vecinos sin que se nos ocurra ninguno.
Esta desgracia dice algo más importante que cuatro lemas banales sobre la soledad y la falta de vivienda. Nos muestra que el Estado y la sociedad están tan divididos que ya no comparten el mismo principio de realidad. Ni siquiera se ponen de acuerdo sobre lo que significa estar vivo o muerto. ¿Cómo nos entenderemos en todo lo demás?
