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Todos tendemos a hablar de los nuestros, aunque sabemos que «vine a hablar de mi libro» es un grave error. Cuando el libro trata sobre bienes públicos globales (salud, derechos humanos, clima), el egoísmo conduce a balances muy malos. Uno de los casos más claros es el cambio climático. Los ciudadanos lo identifican como una de las tres principales amenazas que pesan sobre él, y ya no es una guerra cultural: la ciencia ha comprobado su existencia y origen antropogénico.
La diplomacia climática -tenemos 27 conferencias internacionales- anunció que los avances logrados hasta ahora -realmente están ahí: España emite hoy per cápita tanto como en 1975, pero con una economía tres veces mayor -pero son «insuficientes». que todavía hay una «ventana de tiempo» para evitar daños irreversibles. Sin embargo, el dato es persistente: ya estamos en un aumento de 1,2 grados centígrados y las emisiones de gases de efecto invernadero no han dejado de aumentar. La transición energética es un problema moral porque hay un relevo generacional en los costes. Es un problema de desigualdad porque ni la responsabilidad de los productores ni los costos del cambio climático se reparten por igual. Sobre todo, sin embargo, es el problema económico de nuestro tiempo: si la percepción de fracaso se establece, se producirá una falla de convivencia multiorgánica mucho antes de que «spin down» debido al aumento de la temperatura.
No existe tal cosa como una transición «suave» a la energía limpia. Es imposible cambiar el modelo energético sin costes políticos, sociales y económicos. La creencia generalizada de que la transformación la ganarán los productores renovables y los perdedores de los combustibles fósiles olvida que la nueva distribución del poder no se jugará a largo plazo, sino en la fase de transición. Mientras tanto, la vieja geopolítica del petróleo convivirá con la nueva geopolítica de la energía verde y, a menos que se evalúen los riesgos de conflicto entre ellas, será la propia transición la que se empantanará.
La única forma de acelerar la transición es rediseñar mejor los incentivos, pasando de acuerdos voluntarios de reducción de emisiones a un sistema de objetivos que incluye sanciones para quienes no cumplen. O no cumplir el acuerdo. Hemos avanzado poco, no porque haya alternativas por explorar, sino porque tenemos un serio problema de diseño en la arquitectura institucional propuesta.
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Poner precio a las emisiones de carbono no es el capricho de un economista neoclásico. Es lo que sabemos que funcionará si se lo dejamos. Esto se puede hacer con un impuesto o con un sistema de derechos de emisión, como ha hecho Europa. Sin embargo, lo preocupante es que algunos países la tienen y otros no. Y pueden surgir conflictos no solo entre los de adentro y los de afuera, sino también entre los de adentro que utilizan otras variables instrumentales. Mire la ley antiinflacionaria y su contraparte europea.
Los economistas también sabemos que los acuerdos voluntarios no funcionarán sin incentivos y sanciones que incurran en costos materiales para los excluidos. En esta área, la “penalización” debería ser un impuesto fronterizo de compensación de emisiones, cuyo diseño nunca debería dejarse en manos de burócratas creativos: una tasa impositiva única sobre todas las importaciones, no solo aquellas que han emitido carbono, sería suficiente y muy barata para funcionar. Aunque la Organización Mundial del Comercio está en contra porque, para ser honesto, esa institución en realidad tiene muerte cerebral.
El elefante en la habitación, sin embargo, está financiando emisiones netas cero. Toma el europeo. Los cálculos de la Comisión apuntan a que habría que invertir 1,2 billones de españoles anualmente hasta 2030. Dejando de lado las dificultades tecnológicas, las aprobaciones regulatorias o el acceso a materias primas y minerales, se conceden 600.000 millones de euros más en transición, es decir, el 3,6% del PIB de Europa, el 20% de la inversión bruta total europea y el 12% de la cartera de préstamos total, de las empresas de la UE. Es imposible argumentar que no habría impacto en el consumo privado, la financiación de los hogares, las pymes y las grandes empresas y, dado que Europa produce solo el 3 % de sus paneles solares, en la posición exterior de la UE. La pregunta ya no es si Europa lo quiere, sino si puede financiar esta política con su ahorro interno y con un sistema financiero que tiene un mercado de capitales marginal y un mercado bancario que no ha logrado completar la unión bancaria.
Mucho se dice pero poco se hace. Tal vez sea hora de cambiar la conversación. Los datos matan las historias.
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