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Los malos augurios son desagradables y existe una tendencia natural a negar las amenazas que nos gustaría ver superadas. Y, sin embargo, no existe un camino más seguro hacia el desastre. Leer correctamente las advertencias es la mejor señal de la madurez de una sociedad.
Las elecciones catalanas han confirmado cosas que, por muy conocidas que sean, se olvidan en un momento en el que la sociedad desarrolla mecanismos que pueden ocultar lo más evidente. Primero, la buena política se basa en un principio fundamental: la capacidad de evaluar verdaderamente las propias fortalezas y tomar decisiones en consecuencia. Es decir, saber distinguir entre el objetivo a alcanzar y la capacidad para alcanzarlo. Él Procesos Fue una espiral de fábulas colectivas que se perdió en el momento en que, a pesar de la conciencia de superar el límite del riesgo, ya no había valor para detenerse y prevalecían la opresión y la frustración. Ocurrió en octubre de 2017 y las últimas elecciones documentaron la desilusión.
El buen político es aquel que puede anticipar la oportunidad: el momento de acelerar y el momento de frenar. Puigdemont y Junqueras, de diferentes maneras y por diferentes motivos, no quisieron leer lo que era obvio. Tan obvio que su avance, la Declaración de Independencia, ni siquiera fue formalizado. Y siete años después, al quedarse en casa o trasladar su voto, el independentista ha reafirmado su conciencia de la brecha creada por la pérdida de la idea de fronteras. Y ni siquiera premiaron a la persona que, desde el exilio, había intentado darse la condición de depositario de las esencias del mundo. Procesos. Puigdemont, que debería haber sido el icono de la resistencia, finalmente se ha convertido en el icono de la desilusión.
El mismo manual del fracaso político -la incapacidad de reconocer la realidad cuando la mirada está teñida de prejuicios ideológicos- explica la desaparición de Ciudadanos, que se convirtió en el partido más votado en medio del bullicio represivo de EE.UU. Procesos y que ahora ha visto a los votantes abandonarlo en masa, perpetuando su espantosa inconsistencia. Aprovechó el enfado de los sectores anclados en el mito de la trascendental unidad de España y ha desaparecido sin dejar más recuerdo que el estilo estridente de su líder. La buena noticia: la frivolidad de quienes confunden la realidad con su visión obsesiva de las cosas, y la ira de los obsesivos que la pregonan, tienen fecha de caducidad.
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De cara al futuro inmediato, el dato más preocupante que dejan las elecciones catalanas es la confirmación de que la ola reaccionaria que vive actualmente Europa ya nos ha llegado de lleno. La extrema derecha ha ganado un gran impulso: con la consolidación de Vox y con la aparición de Aliança Catalana, la extrema derecha que aboga por la independencia, con la complicidad del PP, con Feijóo adoptando descaradamente el discurso de oposición a la inmigración. Y esa misma semana llegó una nueva advertencia: la visita del presidente argentino Milei, bien recibida por la patronal, la extrema derecha y un PP reaccionario, disipó cualquier duda sobre la gravedad de la amenaza. El autoritarismo posdemocrático desdibuja la democracia liberal. Milei dice: “La idea de justicia social es molesta, celosa y además injusta porque implica violencia y para implementar esta política redistributiva tienen que robarle algo a una persona para dársela a otra y aquí hay quienes se ríen”. y aplaudir.
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